¡Que tenga un buen día! me han dicho, y ya lo voy teniendo. ¿Se siente bien, señora? he preguntado, y me he sentido mejor yo.
Se han saludado dos desconocidos en el ascensor, y me he alegrado de ver que al menos el estar codo a codo en un recinto mínimo, compartiendo unos segundos de viaje ha hecho que se recuperara, por un vez, la entrañable costumbre de saludarse con los congéneres -otros seres humanos- con que nos topamos.
¿Es tan difícil? ¿qué nos pasa? si hasta en misa, cuando nos dan la paz, algunas personas no miran a los ojos y te pasan una especie de pata de pollo de supermercado, fría, lacia y sin fuerzas para un saludo que debiera ser afectuoso con quienes compartimos la fe.
Intentémoslo. Comencemos nosotros a sonreír, que es mortificación gozosa y de probados frutos. Poco a poco se nos subirán de modo natural las comisuras de los labios y agradaremos más a Dios.
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